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UNA ENFERMEDAD DE LOS CATÓLICOS

Félix Jiménez Tutor, escolapio....

   

 

A los alumnos del Colegio les invitaba yo el Miércoles de Ceniza a ayunar, no ayuno de steaks y solomillos, sí ayuno de palabrotas y blasfemias. Los tacos sonoros y redondos son el complemento de una empinada personalidad y rito de paso hacia la manada bárbara.

Todas las culturas tienen su vocabulario marrón y verde y su arcón de chistes inocentes y gruesos. En Nueva York, sintonizaba el Comedy Channel para conocer las facetas de la vida americana que eran material de crítica, burla y relajo. Los humoristas, entre carcajadas, acentos y backgrounds plurales, te revelan la radiografía de las enfermedades de la sociedad.

Yo creo que una veta típica del ser católico e hispano es la blasfemia. Durante siglos la religión católica ha dominado y vigilado nuestra sociedad y nuestro diario vivir. La cultura religiosa con su vocabulario y los objetos del culto salieron de su reducto para banalizarse en la plaza pública. Nadie ni nada se quedaba por mencionar e invocar. La ira, el pedrisco, la mala suerte, una mala jugada…apretaban el gatillo del "me cago en"… Conozco un católico serio que no pisa el bar del pueblo y cuando le preguntan el porqué responde: "Ustedes juran más que carreteros".

Los países protestantes con un culto más centrado en la Biblia y más privado, sólo en los templos, desconocen la blasfemia. Un día le preguntaron a un inglés como se decía "hostias" en su idioma y no supo qué contestar. No formaba parte ni de su vocabulario ni de su cultura.

Los hábitos son una segunda naturaleza y difícilmente mueren..

Sólo hay que invocar el nombre de Dios en la oración y en la alabanza. Los demás usos son inútiles y casi siempre blasfemos.

Los judíos no sólo no pueden representar a Dios sino que no pueden pronunciar su nombre.

Estos meses marcados por la furia religiosa en torno a las caricaturas de Mahoma, nosotros, los católicos, deberíamos reflexionar sobre el uso y abuso que hacemos del nombre de Dios y de los objetos santos.

Pensaba yo que la fiebre anticlerical pertenecía al pasado y que la gente se había vuelto más tolerante o simplemente indiferente. Pero no, el veneno de la inquina y el desprecio al clero sigue inoculado incluso en la sangre de la gente joven.

Al final de un paseo con un compañero nos cruzamos con un grupo de muchachos y uno de ellos nos saludó con un sonoro: "curas cabrones". El piropo me sonrojó y me humilló. ¿Y de qué manantial putrefacto manan los mensajes satánicos dibujados en las paredes de la ciudad?

¡Qué lejos quedan los saludos cariñosos, las bendiciones improvisadas, los abrazos cálidos y las conversaciones serias o jocosas en mis calles de Nueva York! La ciudad trepidante y anónima siempre fue amable conmigo. Sí, un grueso muro separa el Estado y la Iglesia, pero la armoniosa convivencia entre ambos favorece la construcción de una sociedad mejor.

Tal vez el precio a pagar por la impuesta catolicidad y la omnipresencia eclesial de antaño sea el sonido trompetero de la blasfemia, el uso y abuso de lo sagrado en la boca de nuestros paisanos.

La familia, escuela de las primeras palabras y de los primeros pasos, templo de abrazos y bendiciones, ojalá fueras escuela donde se transmite la tolerancia, el respeto y la fe.
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