LOS INESENCIALES

P. Félix Jiménez Tutor, Sch. P...

   

 

Érase una vez un cura que celebraba la misa el día de la fiesta del santo patrón de un pueblo, sus nombres no vienen a cuento.

El santo es uno de esos de primera división que a los tímidos les concede una novia, a los despistados les encuentra las llaves y a los desmemoriados les susurra el PIN del celular o de la tarjeta de crédito.

El cura comentaba con su habitual entusiasmo el evangelio y les exhortaba a remontarse al principio y en el principio era el único Santo, San Jesucristo.

Una señora, sentada en el tercer banco, indignada murmuró: “Hemos venido a la iglesia para que nos cuente la vida del santo patrón. Ahórrenos esa mierda”.

Era la voz de la religiosidad popular, de la rutina secular y de la fe en lo inesencial. ¿Cómo se atreve el cura a cambiar de guión?

El cura, ignorando su escandalizada indignación, continuó predicando con más vigor sobre los inesenciales de los que habla un personaje del Poder y la Gloria.

Los católicos de toda la vida se han alimentado de lo inesencial de la fe: sermones llenos de leyendas, auténticas unas, inventadas otras, que adornan innecesariamente la vida de los santos.

La Iglesia Católica, mirada superficialmente, se asemeja a la planta primera del Corte Inglés: planta de los complementos, de la seducción de los ojos y de los miles de objetos innecesarios. Éstos nos entretienen y nos hacen olvidar el motivo de nuestra visita.

Los santos, hombres mortales y pecadores, son para muchos una distracción mortal.

Estos meses en que muchos pueblos de la provincia celebran sus fiestas patronales es justo y necesario recordar un pasaje del libro del Apocalipsis.

“Y me dice el ángel: No, ¡cuidado! Consiervo tuyo soy y de tus hermanos los profetas y de los que guardan las palabras de este libro. A Dios es a quien tienes que adorar”. Ap 22, 9

El ángel se sabe criatura y rehúsa todo trato especial.

Sólo Dios merece nuestra adoración y nuestra total lealtad.

La idolatría ha sido siempre una de las tentaciones del monoteísmo y, hoy, lo es también del hombre unidimensional y consumista.

Los creyentes acuden a sus santos y les encienden velas y los pasean por las calles. Los agnósticos, cerrados como un huevo, se extasían y se trascienden en sus héroes que sacan a hombros por la puerta grande de los cada día más numerosos mercados de lo efímero y de lo innecesario.

Esta señora cabreada representa a miles de católicos dormidos y anclados en un pasado glorioso que se resiste a desaparecer. El padrecito mira hacia delante agradecido e ilusionado y como Buda dice: “Recordadme como alguien que está despierto”.