HOMILÍA - PARA LOS TRES CICLOS

  Presentación del Señor

P. Félix Jiménez Tutor, escolapio

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 Escritura:

Malaquías 3, 1-4; Hebreos 2, 14-18;Lucas 2, 22-40

EVANGELIO

Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor (de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: "Todo primogénito varón será consagrado al Señor") y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor: "un par de tórtolas o dos pichones")

Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él.

Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo.

Cuando entraban con el Niño Jesús sus padres (para cumplir con él lo previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo Israel.

José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño.

Simeón los bendijo diciendo a María, su madre: Mira: Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma.

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de jovencita había vivido siete años casada, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.

Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la Ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

HOMILÍA 1

Cuando nacía un niño en una familia india, recibía un regalo muy especial. Su padre hacía una bolsa de cuero, era la bolsa de las medicinas del hijo.

La madre ponía en la bolsa dos cosas y el padre otras dos.

Se la entregaban al hijo que la guardaría en un lugar muy especial. Cuando moría la bolsa de las medicinas era también enterrada con él.

Cuando el hijo era capaz de comprender los padres le decían lo que había en la bolsa.

La madre siempre ponía un poco de tierra y un trozo de cordón umbilical para recordar a su hijo que venía de la tierra y de una familia y que nadie se hacía a sí mismo.

El padre ponía una pluma de ave que había quemado un poco y la mezclaba con las cosas de la madre. La pluma del pájaro simboliza el vuelo y cada uno tiene que encontrar su lugar en el mundo.

Nadie sabía nunca cuál era la segunda cosa que el padre había puesto. Los hijos intentaban adivinarlo pero nunca se lo decían.

Esta cosa secreta representaba el misterio de la vida. Y en el centro de todos los misterios está Dios.

Hermoso regalo. Símbolo que da que pensar. Nos vincula a todos a la tierra, a una familia y a Dios.

¿Qué es un pueblo sin tradiciones, sin ritos, sin historias que contar?

¿Qué sería un dominicano sin una tambora, un mejicano sin los mariachis, un ecuatoriano sin chumir… un hombre sin religión y sin un misterio que celebrar?

Lucas en el evangelio de hoy nos cuenta una hermosa tradición judía.

Según la tradición, María tenía que purificarse después de su alumbramiento y tenía que ofrecer a Dios a su hijo primogénito, a Jesús, y volverlo a recuperar ofreciendo un sacrificio.

Con esta tradición se recordaba que Dios es el Señor de la vida, que los hijos son de Dios y nosotros los recibimos como una gran bendición.

María y José, según la tradición, cargaron con su hijo y se fueron a Jerusalén, al Templo, para cumplir con la ley.

Camino largo, ansiedad por llegar, alegría al divisar, en la distancia, la torre del templo.

Y allá en el templo encuentro con muchos otros padres viviendo la misma tradición.

María y José conocían su religión y la vivían. Eran obedientes a su Dios y encontraban en él la fuerza para vivir felices y en paz con todos.

Aquel día pasó algo que no estaba escrito y no formaba parte de la tradición.

El Espíritu Santo habló.

¿Y qué pasa cuando el Espíritu habla?

Se siente la presencia de Dios.

El corazón se regocija.

Se experimenta la presencia de la salvación.

Los ojos ven, los oídos se abren y la boca canta las alabanzas de Dios.

La paz del perdón invade todo el ser.

El Espíritu habló a través del viejo Simeón. Simeón, ese día, dejó de ser el eterno centinela y tomando al niño en sus brazos y poseído por el Espíritu dio su testimonio.

Mis ojos cansados ven al que es la luz de las naciones, la gloria de Israel y la salvación de todos.

María y José como tantos padres cumplían con su tradición y su ley. Y no saldrían del asombro porque no esperaban esa escena de novela. Y para colmo escuchan "una espada atravesará tu corazón".

Cuando regresaron a casa, cuántas cosas que contar y que callar.

Esta historia se cumple también entre nosotros cada domingo.

Nosotros tenemos también una tradición muy hermosa. Las madres traen a sus hijos para presentarlos al Señor y a la comunidad.

Los niños que bautizamos también los signamos con la señal de Cristo y les damos la bienvenida a la comunidad.

Ustedes quieren que sus hijos sean bendecidos y adoptados por Dios.

Ustedes quieren que sus hijos sean miembros de una familia más grande, de la iglesia.

Ustedes quieren que sus hijos reciban una herencia más rica que unas tierras o un puñado de euros, la herencia de la fe.

Ustedes quieren que sus hijos tengan muchos héroes que admirar, pero quieren que Jesús sea más que un héroe, un modelo de vida.

Pero déjenme que les diga una cosa, ustedes quieren poco a sus hijos.

En nuestras familias hay muchas Marías y pocos Josés. Los hombres tienen cosas más importantes que hacer: cazar, jugar al golf, sembrar…

Padres, quieran más a sus hijos. Quiéranse más a ustedes mismos. En la bolsa de las medicinas de sus hijos para el camino de la vida pongan también el misterio, la fe, la tradición y la necesidad de celebrar a Jesucristo todos los domingos.

Esta sociedad devora nuestras costumbres y nos reduce a autómatas, robots que trabajan y consumen.

Venir al templo, padres e hijos, es respirar otro aire, dar sentido a las aventuras de cada día, celebrar que somos más que hombres y mujeres, somos de Dios y vamos a Dios.

Y ojalá que hoy, aquí y ahora, hable también el Espíritu a través de cada uno de nosotros.

Que sus ojos vean la luz de Cristo.

Que sus oídos escuchen su voz.

Que sus labios se abran y alaben a Dios.

Que sus corazones experimenten la paz del perdón.

Y no olviden la espada del dolor, tan presente en la vida de cada día, y la espada de la soledad y la espada de la tentación de la carne y la espada de las mil preguntas sin respuesta y la espada de la muerte.

Cuanto más queridos, más probados.

Cuanto más queridos, más llamados a vivir la profundidad, la espada de la fe.

 

HOMILÍA 2

If you see something, say something, _si ve algo, diga algo- con esta frase la ciudad de Nueva York anima a los ciudadanos a denunciar situaciones y objetos sospechosos que puedan poner en peligro la seguridad ciudadana.

Lo normal es que, en este ajetreo de la vida, no veamos nada. Vamos corriendo de un lugar a otro absortos en nuestro mundo, conectados al móvil, leyendo mensajes insustanciales e indiferentes a casi todo dejamos a los profesionales que sean ellos los que vean y hablen.

Hoy celebramos la Fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo y de la Purificación de María. Para la Sagrada Familia, es la fiesta de la Ley y de los ritos que hay que cumplir. Para Simeón y Ana, es la epifanía esperada durante toda la vida.

Cuando Lucas escribe el evangelio que hemos proclamado el Templo de Jerusalén ya no existía. Se acabaron los ritos y los sacrificios. Pero Lucas quiere recordarnos las raíces judías de Jesús. Nacido en una familia judía, son fieles a la Ley y cumplen toda la Ley. Jesús fue circuncidado a los ocho días de su nacimiento, mandamiento bárbaro que sigue siendo practicado hoy por los judíos, incluidos los menos practicantes. Marcados en la carne, la circuncisión es las señas de identidad judía, y a los 40 días fue presentado en el Templo y María se purificó de su impureza ritual.

En estos tiempos libertarios, todos nos sentimos más autónomos, más libres y no nos gusta que nos impongan tantos preceptos humanos. El mismo Jesús nos invita a vivir más el espíritu de las leyes que la letra. Sólo el espíritu da vida, la letra mata la religión.

Es maravilloso, siempre es tiempo de epifanías, de aha moments. José y María, una pareja joven, van al Templo de Jerusalén a cumplir la Ley de Moisés y una pareja de ancianos, Simeón y Ana, se acercan al Templo a orar.

Llevan toda la vida orando y esperando y ese día ambos una epifanía. “Mis ojos han visto”, dice Simeón. Y como ha visto habla y entona su himno de alabanza y de consuelo. Sus ojos, a pesar de la oscuridad, han visto al Salvador. Su espera, a pesar de no estar fijada en el calendario ha terminado.

En Nunc Dimittis de Semeón es el canto de las Completas, de la vida completada y transformada, de la espera superada y de la salvación abrazada.

Simeón y Ana, dos ancianos, que no eran necesitados ni por el mundo ni por la religión, son consolados y agraciados con la experiencia de tener en sus brazos al Salvador.

Simeón y Ana, dos ancianos, después de tener una epifanía “hablan del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel”.

Simeón y Ana, dos ancianos, son un ejemplo para nosotros que desconfiamos de todo, que esperamos poco de la vida y vemos poco y hablamos menos de lo importante.

Los templos, en estos tiempos, tal vez haya sido igual en todos los tiempos, son frecuentados por ancianos, esas personas mayores que aún quieren ver y alimentar la llama de la fe con la fidelidad a los mandamientos de la religión.

Es fácil desanimarse y pensar que esto se acaba al contemplar la gente que acude a nuestros templos. Todos venimos al templo a entonar nuestro Nunc dimittis comunitario. Nuestros ojos han visto la salvación y tenemos que hablar.

Los viejos son el alma de la Iglesia, lo han dado todo, son más discípulos, ven más claro lo importante que lo superfluo, no les importa el qué dirán y pasan hasta de los sermones del cura. A una señora de 90 años le preguntaron un día si le gustaban los sermones del nuevo párroco y contestó: “Hace ya años que dejé de escuchar los sermones. Yo voy al templo porque el Señor me alimenta con su cuerpo y con su sangre y por los hermanos. El cura que diga misa”.

Nosotros, los mayores, los que como Simeón y Ana hemos visto, tenemos que dar testimonio, tal vez sea lo único que podemos hacer, dar testimonio de lo que hemos visto.

Hemos visto la salvación que Jesús trae al mundo. La Iglesia tiene futuro gracias a nosotros.

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