RELATOS PRIMERA COMUNIÓN

   

PRIMERO

Un día se me acercó un mendigo y me dijo: “Quiero pan”.

Eres muy listo y has encontrado la mejor panadería de la ciudad”, le dije.

Cogí un libro de recetas de la estantería y comencé a decirle todo lo que sabía sobre el pan. Le hablé de la harina de trigo y de cebada. Mis conocimientos me impresionaron incluso a mí mientras le recitaba las medidas y la receta del pan. Le miré y me sonreía.

“Sólo quiero pan” me dijo el mendigo una vez más.

“Eres muy listo”. Aplaudo tu elección. “Sígueme y te enseñaré la panadería. Le guié por las salas donde se prepara la masa y los hornos donde se cuece el pan.

“Ninguna panadería tiene dependencias como éstas. Tenemos pan para todas las necesidades. Pero te voy a enseñar lo mejor, la sala de nuestra inspiración.

Entramos en el salón de actos, subí al ambón y le dije: “Gentes de todo el contorno vienen a escucharme. Una vez a la semana reúno a mis trabajadores y les leo la receta del libro de la vida”.

Le pregunté al mendigo, sentado en la primera fila, si quería hacerme alguna pregunta.

No, dijo, sólo quiero un trozo de pan.

Eres muy listo, le dije y lo conduje a la puerta de entrada.

Mira, en esta calle hay muchas panaderías, pero ninguna de ellas hace bien el pan por más que lo llamen pan porque ninguna sigue la receta de mi libro.

El mendigo dio media vuelta y se marchó. ¿No quieres un trozo de pan?, le grité.

Se detuvo, me miró, se encogió de hombros y me dijo: “Creo que he perdido el apetito”.


SEGUNDO

Érase un muchacho que siempre llegaba tarde a casa cuando salía del colegio. Su padre multiplicaba los consejos y los avisos pero no conseguía nada.

Un día el padre le dijo: La próxima vez que llegues tarde cenarás pan y agua. ¿Entendido? El muchacho dijo que sí, que lo entendía y lo aceptaba.

Pocos días después el muchacho llegó a casa aún más tarde que de costumbre. Ni su madre ni su padre le dijeron nada, ni una palabra.

Aquella noche cuando se sentaron a cenar, el plato del padre y de la madre estaban llenos de comida. En el plato del muchacho había sólo un trozo de pan y junto al plato un vaso de agua.

El muchacho que estaba hambriento miraba los platos de sus padres y miraba el suyo. Y pensaba, este es el castigo prometido.

El padre esperó un rato para que el castigo surtiera efecto y luego cogió el plato del hijo y lo puso delante de él y cogió su plato y lo puso delante de su hijo.

El muchacho comprendió lo que su padre estaba haciendo. El padre asumía el castigo que el hijo merecía por su desobediencia.

Cuando el muchacho recordaba aquel incidente decía: Desde aquel día siempre supe cómo es Dios por lo que mi padre hizo aquella noche.


TERCERO

Un profesor de la universidad de Madrid vino a dar una conferencia a Zaragoza y se hospedó en el hotel Boston. Terminada la conferencia, cuando volvió al hotel para ir a su habitación, en el ascensor, leyó un gran cartel que decía: “Esta noche, Fiesta en la habitación 777”.

Mientras se dirigía a su habitación iba dándole vueltas al cartel. ¿La fiesta sería sólo para las personas que conocían a las personas de la 777? ¿Y si estuviera puesto para invitar a todos los que lo leyeran? Para los camareros, para las mujeres de la lavandería, para los viajeros cansados como él, para la prostituta que trabaja en el hotel…

¿Pero quién puede dar semejante fiesta? Nadie. Nadie, excepto Dios. Sólo Dios es suficientemente generoso para invitar a todos. Dios no hace ascos de nadie y se alegra de que todos sepan que son bienvenidos a su fiesta.

Todos invitados a la fiesta y a hacer fiesta con el Señor.


CUARTO

Érase una vez un hombre muy rico que solía dar una cena al mes a sus amigos. En una ocasión algunos invitados no pudieron asistir por enfermedad. Nuestro hombre quería celebrar y brindar con los amigos ausentes en la siguiente reunión, así que mandó a su mayordomo que guardara una botella de su mejor vino en una caja especial con este mandato: “Respeta esta caja. Tiene una dedicatoria especial para nuestros huéspedes”.

El mayordomo cumplió con el mandato y tanto le impresionaba la caja que cada vez que pasaba delante de la misma le hacía una reverencia.

Poco después el señor murió y las cenas siguieron celebrándose. El mayordomo recordó a los invitados que tenían que respetar la caja especial.

Así las cenas comenzaron a ser más serias y en lugar de celebrar la amistad de todos y de brindar con el mejor vino se dedicaron a comer en silencio y a mirar la caja con mucho respeto.


QUINTO

NO SE NECESITA TRAJE

Tenía la invitación en la mano y leía sorprendido el texto: “Entre tal como esté. No se necesita traje”.

Encontré el lugar y antes de entrar eché un vistazo. Vi gente alegre y bien vestida comiendo en ese elegante restaurante.

Yo iba vestido de calle y muy sucio y no me atrevía a entrar, pero el texto: “Entre como esté, no se necesita traje” me hizo perder el miedo y me animó a entrar.

Abrí la puerta y el jefe de recepción me preguntó mi nombre. Tartamudeé y le dije: Félix Jiménez Tutor.

Hay una mesa reservada para usted. Sígame.

Mi nombre estaba escrito en grandes letras rojas en una tarjeta sobre la mesa. Me senté y miré e menú: Paz, alegría, fe esperanza, amor, misericordia…Caí en la cuenta de que este no era un restaurante cualquiera. Se llamaba Gracia de Dios.

El camarero me dijo: “Le recomiendo el menú del día y con ´´el puede tomar raciones de todo lo demás.

¿Y cuál es el menú? Le pregunté. No veo el solomillo, el steak frites, las fresas con nata…

El menú es la salvación.

Lo tomo, pero no tengo dinero para pagarlo.

No se preocupe. La cuenta ya ha sido pagada. ¿Ve aquel Señor que camina por el restaurante? Es Jesús. El la ha pagado.

Jesús vino hacia mí y me dijo: Hijo, todo es tuyo y recuerda esta mesa está reservada para ti.

Yo le dije: Por favor, límpiame y dame nueva vida.

Ya está. El menú del día está servido y la salvación es tuya.

Antes de salir del restaurante me recordó: “Todas esas mesas están reservadas, pero los invitados, ¿ves sus nombres? No han aceptado la invitación. ¿Por qué no les llevas sus invitaciones? Te lo agradecería muchísimo.

Lo haré con mucho gusto, le contesté.

Desde aquel primer día sigo pidiendo el menú del día con pequeñas raciones de fe, esperanza y amor.


SEXTO.

Una familia muy pobre de Europa se vio obligada a emigrar a Estados Unidos. Sus amigos y vecinos les regalaron pan y queso el día de su despedida. Eran tan pobres como ellos y no podían ofrecerles otra cosa.

Viajaron en un barco de vapor confinados en su cabina durante toda la travesía. Todas sus comidas consistían en pan y queso. Una noche cuando ya estaban a punto de llegar el más pequeño de los hijos, tenía nueve años, le suplicó a su padre que le diera unas monedas para comprarse una manzana porque ya estaba cansado del pan y del queso.

El padre a regañadientes le dio una moneda para que se comprara la manzana y le dijo que volviera inmediatamente al camarote.

El muchacho salió y como tardaba mucho en volver su padre angustiado fue a buscarlo. Lo buscó en el comedor y cual no fue su sorpresa al verlo sentado en una mesa comiendo una opípara cena. Lo primero que pensó fue en lo que le iba a costar todo lo que su hijo estaba comiendo.

Su hijo alborozado le gritó al padre: Papá, lo que nos hemos perdido. Podíamos haber cenado todos los días así, estaba incluido en el pasaje y nos hemos conformado con nuestro pan y nuestro queso.


SÉPTIMO

Hace muchos años en la ciudad de Luxemburgo, un capitán conversaba con un carnicero cuando una señora mayor entró en la carnicería. Ella le explicó que necesitaba un poco de carne, pero que no tenía dinero para pagarle.

Mientras tanto, el capitán escuchaba la conversación entre los dos, “o sea que quiere un poco de carne, ¿pero cuánto y cuándo me va a pagar?, le dijo el carnicero.

La señora le respondió: “no tengo dinero, pero iré a misa y rezaré por sus intenciones”. El carnicero y el capitán eran buenas personas pero indiferentes a la religión y bromearon sobre la respuesta de la señora.

“Vaya a misa por mí y cuando vuelva le daré tanta carne como pese la misa”, le dijo el carnicero.

La mujer salió y fue a misa. Cuando el carnicero la vio entrar cogió una hoja de papel y escribió “ella fue a misa por ti” y lo puso en uno de los platos de la balanza y en el otro colocó un pequeño hueso. Nada sucedió y cambió el hueso por un trozo de carne. El papel pesaba más.

Los dos hombres comenzaron a avergonzarse de lo sucedido. Colocaron un gran trozo de carne en uno de los platos de la balanza, pero el papel seguía pesando más.

El carnicero revisó la balanza, pero todo estaba en perfecto estado. ¿Qué es lo que quiere buena mujer, es necesario que le dé una pierna entera de cerdo?, preguntó. Mientras hablaba colocó una pierna entra de cerdo en la balanza pero el papel seguía pesando más.

Fue tal la impresión que se llevó el carnicero que se convirtió y le prometió a la mujer que todos los días le daría carne gratis.

El P. Sebastián que fue el que me contó esta historia es uno de los hijos del capitán que presenció el hecho aquella mañana.


OCTAVO

Un hombre que tenía mucha hambre caminaba por una de las calles de un pueblo de Turquía. Sólo tenía un trozo de pan en sus manos. Llegó a la puerta de un restaurante donde estaban cocinando unas albóndigas. El olor de la carne era deliciosos así que entró y acercó su trozo de pan para que absorbiera el olor de la carne. Cuando comenzó a comer su pan el dueño se enfadadó tanto que decidió llevarlo ante el juez.

“Este hombre estaba robando el olor de mi carne sin pedir permiso, quiero que le haga pagar por ello”.

El juez pensó durante unos minutos y sacó una bolsa con dinero que la agitó delante del dueño del restaurante. ¿Para qué hace eso?, le preguntó.

El juez le contestó: “Le estoy pagando. El sonido de las monedas es el justo precio por el olor de su comida”.


NOVENO

UNA CAJA DE BESOS

Un día un hombre castigó a su hija de tres años por malgastar un rollo de papel dorado de envolver. El dinero escaseaba en casa y se enfadó porque la niña intentaba envolver una caja para ponerla debajo del árbol de Navidad.

La niña, a pesar de la regañina, a la mañana siguiente entregó la caja a su padre y le dijo: Papá, es para ti.

Ahora el padre se enfadó todavía más cuando vio que la caja estaba vacía y le gritó: ¿No sabes que cuando se hace un regalo tiene que haber algo dentro de la caja?

La niña lo miró con lágrimas en los ojos y le dijo: Papá, no está vacía. He soplado muchos besos en la caja. Todos para ti”.

El padre abrazó a la niña y le pidió perdón. Guardó esa cajita envuelta en papel dorado junto a su cama durante años y cuando estaba desanimado sacaba un beso imaginario y recordaba el amor de su hija que los había puesto ahí.