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¨Vosotros
me veneráis, mas, ¿qué ocurrirá si vuestra veneración se derrumba?
!Cuidad de que no os aplaste mi estatua!¨
¨NO
tendrás otros dioses frente a mí.
No
fabricarás ídolos, ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en
la tierra o en el agua debajo de la tierra.
No te
postrarás ante ellos, ni les darás culto, porque, yo, el Señor, tu Dios, soy un
Dios celoso¨… Éxodo 20,3-5
La
Biblia es un canto a la iconoclasia.
Los
hombres somos, los creyentes incluidos, idólatras disfrazados, amantes en
diferido y herejes sin saberlo, la gama de los grises nos asusta.
Las
exigencias del Primer Mandamiento y las de las Diez Palabras señalan la meta,
horizonte lejano, meta nunca alcanzada.
Decimos
que Dios es el primero, el único digno de un amor total y ni es el primero y,
muchas veces, ni siquiera está en nuestra lista de prioridades.
A Dios,
uno, incorpóreo y eterno, no podemos verle ni erigirle una estatua, pero podemos
hacer algo mucho mejor “ser la imagen de Dios”. Cada persona es un icono de
Dios, se asemeja y contiene la forma divina.
En su
ausencia llenamos templos, plazas, calles, parques y fachadas con voluminosas
estatuas de bronce, mármol, piedra, escayola...de nuestros dioses menores:
reyes, soldados, políticos, sabios, poetas, fundadores y santos. Son nuestros
héroes, los salvadores de nuestras cíclicas pandemias.
Todas
las estatuas son recordatorios, más que de la gloria humana, de la imperfección
humana.
La
fiebre iconoclasta, erección incontenible y permanente, que experimentan muchos
hombres en estos tiempos de coronavairus, de revisionismo político y social y de
brutalidad policial, es síntoma de que la inclinación al mal, virus secreto y
absolutamente necesario para la edificación de la ciudad, anida en todos los
corazones.
La
estatua de Robert Baden-Powell, fundador del Movimiento Scout Mundial, venerado
por millones de fervorosos scouts, gran soldado y educador, la lista de
condecoraciones y medallas que luce en su uniforme es más larga que las letanías
de los santos conocidos y desconocidos, tiene que caer.
Escarbar
en su “inclinación al mal”, ningún ser humano es todo oro, es revisitar sus
amistades masónicas, su simpatía hitleriana y agitar los posos de su racismo.
Su
estatua frente a B-P House en Londres tiene que caer.
La
estatua de Fray Junípero Serra, doctor en ciencias sagradas, gran misionero y
coronado con el título de los títulos con el que la Iglesia premia a sus hijos,
“la gloria de Bernini”, tiene que caer.
Este
santo, como todos los hombres vivió con su “inclinación al mal”, tiene también
su cara oculta. Acusado de torturador, su estatua tiene que caer.
Todas
las estatuas, recordatorio de la imperfección humana y por mandato bíblico
tienen que caer.
Recorrer
cualquier ciudad del mundo es revisitar su historia a través de las estatuas
mudas, mobiliario urbano, que decoran sus calles.
Estatuas
de hombres y mujeres de un ayer lejano, sus nombres de crucigrama no evocan
nada, las miramos a los ojos y examinamos sus manos a ver si chorrean sangre,
son las que su “inclinación al mal”, a pesar de sus gestas heroicas o su lirismo
bélico o literario, fue más poderoso que su “inclinación al bien”.
A todas
las estatuas de hombres y de mujeres, las religiosas incluidas, reciclables, de
temporada, hay que imponerles una orden de alejamiento. Nadie puede jugar a ser
Dios ni a eclipsar o rivalizar con el Tú solo santo, sólo Tú Señor.
Viriato,
Terror Romanorum, fue mi primer héroe, mi primer dios. Don Paco, mi primer
maestro, nos hablaba de él con tanto entusiasmo que es el único nombre, pero
solo un nombre, que aún recuerdo.
Cuando
visito Madrid y camino por la calle Viriato pienso en mi niñez, sonrío y me
pregunto: ¿Por qué no se ha popularizado este nombre tan singular? No sé si
Viriato merece una estatua o una calle, pero sí sé que todos merecemos algo más
que una estatua, el olvido. Lo tenemos asegurado con o sin estatua.
Ahora
están de moda las estatuas por horas. Hombres, estatuas vivientes, se disfrazan
de Mickey Mouse, de Lady Liberty, de gordas de Botero, de Belcebú, de Minero, de
Futbolista...para decorar las Ramblas o la Plaza Mayor, para divertir al
personal, para satirizar modas y costumbres o simplemente como modus vivendi.
Con
estas estatuas vivientes, flashes en Facebook deleted cada cinco minutos, se
puede vivir, pero las que se eternizan porque sí, las inamovibles necesitan un
museo y un buen libro.
He
observado a los turistas detenerse junto a The Charging Bull (el toro dorado que
embiste) en Bowling Green en actitud casi orante. Símbolo de la fertilidad
monetaria, unos acarician sus cuernos, otros su lomo y los niños y jóvenes,
entre risas y jaculatorias maliciosas, sus enormes testículos y escuchan la voz
poderosa de Aarón que les dice: “Este es tu Dios”.
El Dios
del monoteísmo radical nos pide derribar todas las estatuas, pero los hombres no
podemos vivir sin cortejar y acostarnos con nuestros pequeños dioses.
Dios,
líbranos de los dioses.
Que el
Gran Ídolo mate a los pequeños ídolos.
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