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Ayer
leí el artículo “Enfoque Emocional del Envejecimiento” de Miguel Ángel Millán y
me topé con la pregunta: ¿Quién soy Yo cuando no soy más que Yo?
En un
primer momento me sentí desconcertado, y después de rumiarla me supo amarga y me
noqueó.
Me vino
a la mente la historia de los tres nombres con los que somos conocidos.
El
nombre del Registro Civil, nombre caprichoso, que nuestros padres nos dieron
después de consultar el Almanaque o los nombres de los familiares más cercanos.
La
historia de los nombres de hoy, te podría contar muchas anécdotas, más que
raros, son estúpidos.
El
nombre por el que somos conocidos, el de nuestra profesión. “Ahí viene mi
peluquero, ahí viene mi cura, ahí va mi psiquiatra”… Para los otros somos una
profesión.
El
nombre con el que Papá Dios nos conoce. “Al vencedor le daré una piedrecita
blanca y escrito en ella un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo
recibe”. Hacerse viejo es intentar descifrar ese nombre nuevo, ese tatuaje
interior.
Llega
un día en que nadie dice: “Ahí va mi cura”... Mi Hoy nada tiene que ver con mi
Ayer.
Mi
nombre olvidado, mi profesión apagada, sólo busco y rebusco el nombre con el que
mi THOU me conoce. Sólo soy un Yo para Él.
Yo sé
que los hombres estamos hechos para envejecer, y a pesar de la medicina y de las
mil pastillas de colores que compramos en el gran supermercado de la Farmacia,
enfermamos y morimos.
Durante
años, los religiosos somos condenados a trabajos forzados, no para ser otros
Cristos, no para encarnar el Evangelio de Jesús, sino para ser otro Calasanz,
otro Ignacio, otro Pedro Nolasco… y en lugar de forjar nuestras almas, las
amueblamos con oraciones y espiritualidades particulares. Acabamos siendo muy
expertos en los fundadores y poco expertos en nosotros mismos.
Muchos
religiosos, jubilados de la escuela, carisma fundante, y con muchos años de vida
por delante, con buena salud física y mental, sufren una gran crisis de
identidad y de pertenencia.
No les falta el pan de cada día, pero les falta la valoración de la Institución,
no son consultados y no son responsables de nada. Los seglares son mejores, les
dicen, pero no pueden vestir sus sotanas.
“Desde
mi punto de vista, hay mucho religioso mayor desaprovechado, por no decir
“anulado” o infantilizado”, afirma Miguel Ángel Millán en su estudio.
La edad
nos puede jubilar de unas tareas concretas pero no de la tarea carismática.
Condenados a vivir en la reserva, pasivos, aislados, espectadores, rechazados
por la Institución, el sentimiento de inutilidad se convierte en angustia
existencial.
¿Quién
soy Yo cuando No soy más que Yo?
¿Qué es
el sol si no tiene a quien alumbrar?
¿Quién
es Jesús, el hombre para los demás, si no tiene seguidores?
¿Quién
es un Religioso en un Instituto cuya edad media es 80 años?
¿Quién
soy Yo cuando No soy más que Yo?
Pregunta
que se ha convertido en un descorchador que no consigue abrir la botella.
Envejecer
como hombre entre hombres es difícil. Envejecer como cristiano, apegado al Señor
Jesús, es oscuro pero esperanzador.
Los
Religiosos envejecemos, pero pensar que desde el 2015 al 2020 se han cerrado más
de mil comunidades religiosas, da vértigo.
No
viene a cuento, lo sé, pero no me resisto a re-interpretar la afirmación de
Montaigne sobre su biografía. Yo la aplico a la factoría de la santidad.
“Regresaría de buen grado del otro mundo para desmentir a quien me hiciera
distinto de como era, aunque fuera para hacerme “santo”.
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