ESE HOMBRE NO

P. Félix Jiménez Tutor, escolapio

   

 

Una anciana, alcanzada la libertad en Estados Unidos, solía gritar: "Ese hombre no" cuando, en familia, se leía la Biblia.

Ese hombre era San Pablo.

Ese hombre le recordaba los servicios religiosos que un Reverendo blanco celebraba para los esclavos de la plantación. Les leía el texto de Pablo que dice: "Esclavos, obedeced escrupulosamente a vuestros amos de la tierra, de todo corazón, como si fuera al Mesías". Efesios 6, 5. Y terminaba exhortándoles a ser buenos esclavos para heredar las bendiciones de Dios.

Esa anciana se decía para sí: "Si un día alcanzo la libertad y aprendo a leer prometo a mi Hacedor no leer nunca esa parte de la Biblia".

Estamos celebrando el 2000 aniversario del nacimiento de Pablo de Tarso.

Pablo es tal vez el único escritor cristiano conocido del siglo I.

Escribió cartas a personas reales en las que confiesa sus pecados, da testimonio de su fe, presume insensatamente de sus títulos y trabajos y habla de los problemas reales de las comunidades.

No hace literatura ni juegos florales. Y algunos lo definen como el inventor del cristianismo.

Su influencia ayer y hoy sigue siendo monumental. San Agustín bebió su pesimismo y su desprecio de los placeres de la carne en San Pablo.

Lutero, el inventor de la Reforma, descubrió en San Pablo la libertad de la fe frente a la tiranía de la Ley y la consolación de las obras y la hipocresía romana y liberó a los hombres del yugo de la religión.

Pablo es la profecía. A pesar de los tics propios de su tiempo: defiende la esclavitud, las mujeres en la iglesia que se callen, la homosexualidad es pecado contra natura, su fanatismo como fariseo y como converso es disparatado… presenta un reto a la praxis misionera en cada contexto y en cada lugar.

Pablo es la libertad. Libertad frente a la Ley judía, la circuncisión del prepucio, las leyes alimenticias y sobre todo libertad frente al poder de la Institución y la Tradición representadas por Pedro: "Pero cuando Pedro fue a Antioquía tuve que encararme con él porque se había hecho culpable", Gálatas 2, 11

Pablo es la inculturación. Judío por los cuatro costados, "¿que son hebreos? Y yo más", se declara ciudadano del imperio romano y en la capital del mundo, Roma, culmina su carrera y es decapitado, pero desarrolla todo su ministerio inmerso en la cultura helénica.

Jerusalén, Atenas y Roma son los grandes escenarios de su predicación misionera que ahora llega a todos los rincones del mundo.

El corazón de su mensaje, dejando a un lado la miopía inexcusable y propia de aquel lejano siglo primero, es la conversión, la circuncisión del corazón, el no avergonzarse ni del evangelio ni de Cristo.

Convertirse no es dejar de ser pecador, siempre lo seremos, todos llevamos el aguijón de la carne, es uncirse no a una etiqueta sino a una persona, a Cristo. "Anatema, el que no ame a Cristo" grita apasionadamente el converso Pablo.

Sus cartas no sólo son difíciles de entender, comparadas con la sencillez del evangelio, sino también polémicas y suscitadoras de constantes escaramuzas entre protestantes y católicos.

Pablo es indomable, pero, en este aniversario milenario, podemos acercarnos curiosos a sus cartas y a las que sólo llevan su nombre.