HOMILÍAS - PARA LOS TRES CICLOS

  Exaltación de la Santa Cruz

P. Félix Jiménez Tutor, escolapio

   

 

 Escritura:

Números 21,4-9; Filipenses 2,6-11; Juan 3,13-17

EVANGELIO

En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo:- Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.

Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

HOMILÍA 1

Érase una vez un joven indio que se fue a la montaña para prepararse y orientarse antes de empezar la etapa adulta de la vida.

En la soledad ayunó y oró.

Al tercer día decidió medir sus fuerzas y luchar contra la montaña y escalar su cima nevada. Lo logró y contempló el mundo a sus pies. Su corazón se hinchó de alegría. Oyó un ruido, miró y vio una serpiente.

Estoy a punto de morir”, susurró la serpiente. Hace mucho frío para mí, ponme debajo de tu camisa y llévame al valle.

No, dijo el joven. Te conozco. Si te cojo me morderás y moriré.

No, dijo la serpiente. Si me ayudas, serás alguien muy querido para mí y no te haré daño.

El joven se resistía pero esta serpiente era muy persistente y cariñosa. Finalmente el joven la creyó y la cobijó bajo su camisa y juntos bajaron al valle. De repente la serpiente se enroscó y mordió el pecho del joven. Pero tú me prometiste…

Tú sabías cómo soy cuando me recogiste, dijo la serpiente y desapareció.

Así son las promesas de los hombres, palabras engañosas y hermosas, prometen lo que no pueden dar, prometen ser lo que no son y todos, alguna vez, nos hemos dejado morder por alguna serpiente mentirosa. Todos llevamos en el corazón un poco de veneno que no nos deja ser felices.

Los viajeros del desierto, nos ha dicho el libro de los Números, llevaban en el corazón el veneno de la queja y de la falta de confianza en Dios. Querían volver a las falsas promesas y a la falsa seguridad de Egipto y Dios les envió las serpientes para que levantaran los ojos a lo alto, al Dios siempre más grande, al Dios siempre fiel y salvador.

Nosotros los viajeros de hoy, muchas veces cansados, muchas veces quejándonos de todo, muchas veces desconfiando de Dios, muchas veces tentados de buscar otros dioses, muchas veces engañados por otros y engañando a los otros, envenenados por la avaricia, la lujuria, la bebida, la pereza y la irresponsabilidad…

Nosotros, a pesar de todo, venimos a la iglesia a aprender del “que se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz”, venimos a “mirar al que levantaron, a Jesucristo, para que el que crea en él tenga vida eterna”.

Hoy, 14 de septiembre, recordamos y celebramos la fiesta de la Exaltación de la Cruz y más que la cruz celebramos al que fue levantado en la cruz: Jesucristo, el Hijo de Dios que vino no a condenarte sino a salvarte, que vino sólo por amor.

Contra el veneno de los ídolos está el contraveneno del amor.

Contra el veneno de las falsas promesas de todas las serpientes está el contraveneno de la promesa fiel y segura de Dios.

Contra el veneno de los amores pequeños y de mero placer está el contraveneno del amor verdadero de la sangre de Cristo.

Contra el veneno de mirar al suelo y a lo pasajero está el contraveneno de mirar hacia arriba, a la cruz, al crucificado, al que me ama siempre.

La cruz de Cristo está siempre ahí presente para recordarte la muerte, pero también la resurrección, el sufrimiento, pero también la gloria y sobre todo el amor.

La cruz de Cristo, hablamos de ella, pero el Señor nos invita a cargar con nuestra cruz y a seguirle.

¿Tu cruz?

No está hecha a medida como los zapatos. Lo importante es que tú estés a la medida de Cristo.

 

HOMILÍA 2

El evangelio del domingo pasado nos recordaba el consejo de Mateo a su comunidad: “Si tu hermano peca repréndelo a solas, entre los dos”. Decíamos que nos resulta imposible cumplirlo porque en la comunidad tenemos conocidos, pero no tenemos hermanos. No hermanos, no perdón qué ofrecer. ¡Qué comodidad!

Un día Brennan Manning, un cura católico, se encontraba en el aeropuerto de Atlanta para tomar su avión. Durante la espera se sentó en uno de esos cuartos donde los negros limpian los zapatos a los blancos. Un negro muy mayor comenzó a limpiarle los zapatos, mientras se los limpiaba, una voz interior le decía que después de pagarle y darle una buena propina tenía que hacer algo más, tenían que intercambiar los papeles.

Una vez limpios sus zapatos le dijo al negro: Ahora, señor, me gustaría limpiar sus zapatos.

Aquel hombre se asustó y retrocedió unos pasos y preguntó: ¿Qué dice, qué va a hacer?

Vamos, siéntese, quiero limpiarle sus zapatos. ¿Cómo quiere que se los limpie? El negro comenzó a llorar y le dijo: Nunca, ningún blanco me ha hablado y tratado así hasta hoy. El cura y el negro de Atlanta, entre abrazos y lágrimas, se sintieron hermanos. Encontraron a un hermano a quien perdonar y a quien amar.

Jesús, en esta fiesta que la liturgia del 14 de septiembre celebra con el título de La Exaltación de la Santa Cruz, Jesús viajó a nuestro mundo a intercambiar papeles con nosotros, a limpiarnos los zapatos, a devolvernos la amistad con Dios y, sobre todo, a amarnos.

Más que la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz deberíamos invocar esta Fiesta como la Exaltación del Amor.

La Cruz, necedad para los griegos y escándalo para los judíos, para nosotros, los seguidores de Jesús, es la expresión del mayor amor, del amor más fuerte que la muerte, del amor que engendra la verdadera vida.

El evangelio proclamado nos recuerda una vez más el versículo más predicado y más consolador de todo el Nuevo Testamento: Juan 3,16.

En todos los países hay direcciones emblemáticas que todos los ciudadanos conocen: 10 Downining Street, en Inglaterra; 1600 Pennsylvania Avenue, en USA; La Moncloa, en Madrid, El Pilar, en Zaragoza.

En el Nuevo Testamento hay versículos que encierran tanta profundidad, que son un resumen, un evangelio en miniatura que todos deberíamos conocer y meditar.

Juan 3,16 es uno de esos versículos. “Tanto amó Dios al mundo que entregó su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.

Tanto amó Dios al mundo. Dios, nuestro principio y nuestra meta, aunque sea para muchos el gran desconocido y el gran ausente, para nosotros, los aquí reunidos, es la zarza que arde sin consumirse y que quiere iluminar y amar a todos, ricos y pobres, jóvenes y viejos, negros y blancos, a todos, no por lo que nosotros somos sino por lo que El es, Dios es amor. El Dios del evangelio es el Dios que ama y que se da. Nuestro Dios es mucho más que el Creador de un mundo que pone en movimiento y después se va de vacaciones. Dios, desde el día uno, vive una apasionada relación con el mundo y con los hombres, los nuevos administradores.

Tanto amó Dios al mundo que, finalmente, en el mayor acto de amor nos dio a Jesucristo, su Hijo. Muchas veces hemos caído en la tentación de hacer de Jesucristo un libro lleno de milagros y bellas anécdotas, un saber más entre otros muchos saberes. El Jesús que Dios nos entregó, como dice Kazantzakis, no es el puerto donde echamos el ancla, sino el puerto de donde partimos para viajar por el mundo turbulento, para al final de nuestra vida, echar el ancla en Dios.

Jesús, “el que bajó del cielo”, es el único que puede decirnos cómo es Dios y que quiere de cada uno de nosotros. Los hombres hemos definido a Dios con un montón de adjetivos que ni nos conmueven ni nos inspiran confianza.

Dios es omnipotente, omnisciente, omnipresente, omnividente…y nos hemos olvidado del único adjetivo bíblico que encierra su más íntima esencia, Dios es misericordioso. Dios es amor. Y por amor nos entregó a su Hijo único, se hizo hombre entre los hombres, y con su sangre derramada en la cruz limpió los zapatos y los corazones de todos los hombres.

La Cruz está ahí no para condenarte sino para salvarte, para decirte que sólo el amor hasta la muerte es fuente de vida, paz y reconciliación. No hay mayor amor que el de dar la vida por los amigos.

“Para que no perezca ninguno de los que creen en Él”. Ustedes y yo, por la fe, pura confianza en el Dios Amor, tenemos garantizada la vida eterna, pero el reto es ¿cómo hacer creíble y cómo contagiar el Dios Amor a tantos hermanos que no creen? Pregunta dolorosa que no se puede responder con grandes discursos sino con la vida dada como la dio Jesús en la Cruz, exaltación del amor.