NOVIERCAS MOJÓN A MOJÓN

P. Félix Jiménez Tutor, Sch. P...

   

 

La infancia no tiene geografía. La infancia, ámbito encantado, se vive en las enmarañadas relaciones familiares y de amigos.

Mi infancia, en Noviercas está aún, aunque lejana, llena de los nombres propios de los amigos con los que explorábamos los ángulos ocultos del cuerpo y del alma.

Tres citas diarias en este rincón del mundo: la escuela de cada día, rutina sosa y vacía; el castillo, laberinto prohibido, lleno de juegos y misterios; la iglesia, selva virgen de belleza, historias, ritos, oficios, procesiones… para los ojos infantiles e insaciables del ayer.

Hoy, de vacaciones en Noviercas, he decidido conocer la geografía de mi pueblo mojón a mojón.

Parajes que para mí eran sólo nombres espigados en las conversaciones tenían que traducirse en tierra contemplada y hollada por mis pies.

Guiado por mi amigo Julián, en tres agotadoras etapas, hemos abrazado todo el término de Noviercas.

Etapa primera, subida al monte Toranzo.

Por el cortafuegos que separa Noviercas de Borobia, entre estepas y maleza, ascensión al monte legendario. Saludamos a la peña gigantesca donde los Siete Infantes de Lara, en argollas ahora invisibles, amarraron sus caballos.

El río Araviana brota de las entrañas del Padre Moncayo y lame con sus caricias el Toranzo, su hijo menor.

Con paso cansino y sin aliento coronamos la cima de 1620 metros de altura. Un gran cartel nos da la bienvenida al parque eólico del Toranzo: Ecowind Energy. Los molinos, gigantes de 45 metros de altura, con sus aspas blancas e inquietas se dejan manosear por el viento, su amante persistente.

El vigía nos ofrece su agua fresca y sus prismáticos para acercarnos lo que está lejos.

Borobia se agiganta y Peñalcazar, desnudo y anestesiado, palidece en la lejanía.

Desde la cima del Toranzo el Moncayo tiene aspecto de patriarca bíblico bendiciendo y cobijándonos a todos.

Cierro los ojos y respiro el aire fresco y perfumado de la cima y, una vez más, experimento que lo santo no está encerrado en una caja fuerte sino vivo y palpitante en el paisaje que me envuelve y siento.

Descenso por los mojones que separan Ólvega de Noviercas. Pienso en el vigía. Diez horas oteando el horizonte. No vi en su garita ningún libro. Sólo una mesa vacía y la emisora de radio en la pared.

¿Qué tentaciones se pueden tener en tan vasta y alta soledad? ¿Se puede conversar con el cierzo cuando te acaricia la cara?

Con las rodillas temblantes llegamos al Araviana, cauce seco pero con remansos de agua para bañar los pies del monte.

Delante de nosotros quedan siete kilómetros por recorrer. El sol, ya acostado, la noche es fresca. Numerosos camiones acribillan la carretera. Nos resistimos a hacer autostop y cansados llegamos a casa.

La carrera, amigo Julián, no está en los huevos, está en los riñones.

Etapa segunda.

La carrera, amigo Julián, no está en los pies, está en el amor que pone los pies en camino.

Comenzamos la carrera en el kilómetro 7 de la carretera de Borobia. Mojón a mojón caminamos por sendas, rastrojos y montes.

Las grandes fincas de los Quintos, ya cosechados, me traen recuerdos de la infancia. Unos ingenieros de Soria compraron y roturaron la gran llanura que contemplo por primera vez. Julián me cuenta su versión. Recuerdo la tierra de los Alvargonzález, envidias, avaricias y sobornos.

Buscamos los mojones de Ciria, Tordesalas, Torrubia, Jaray y Pinilla. Atrás dejamos Las Casas, poblado antiguo que según la leyenda, nos legó la pila benditera, hermosísima reliquia románica que ahora custodia nuestra iglesia.

Los mojones se quedaron sin pintar pero no sin visitar. Media circunferencia, medio abrazo a una tierra reseca y amarilla que chisporrotea bajo el sol.

Paisaje sin personajes y sin pájaros. Soledad sonora. Sólo alguna encina centenaria nos ofrece su sombra bienhechora.

Etapa tercera.

A Julián sólo le interesa la carrera. No entiende mis paradas. Yo necesito mirar, espiar las sierras, oler las aliagas, sentir la tierra. La carrera para mí es una peregrinación cuasi religiosa, jubilar, más santa que la del camino de Santiago.

Por la dehesa, regalo de Doña Urraca, leyenda dixit, ascendemos a la sierra de Ólvega. Recorremos su lomo pelado a ritmo de ballet que marcan los molinos de viento. A veces chirrían como los viejos trenes. Desde el monumento a los cuatro vientos, gran brújula de piedra, divisamos Ólvega, La Cueva, Ágreda, Castilruiz…y en el horizonte muy lejano un Pirineo adivinado.

Llegamos al parque eólico del Pulpal. Ahí terminan los mojones de Noviercas y Ólvega. Subimos la Escalada y luego el monte, los rastrojos, las aliagas, los cardos, el tomillo... y mojón a mojón caminamos a lo largo del término de Pozalmuro, Hinojosa y Pinilla del Campo.

Circunferencia completa, abrazo perfecto. Te Deum.

Cuando llegamos a casa, el saludo es ¡cómo huelen a tomillo!

La carrera, amigo Julián, es más que quemar calorías. Es un viaje para descubrir la belleza que sólo el corazón puede ver.